Por Pedro Paul Bello
El asunto que, por preocuparme como venezolano de raíces muy profundas en esta bendita tierra de gracia, siento como deber el expresarlo. Comienza con una pregunta cuya respuesta, de múltiples vertientes y raíces, fácilmente la encontraremos en nuestra historia de país: Si es este, en grande mayoría, un pueblo alegre, dicharachero, simpático ¿por qué, en diversas circunstancias generalmente difíciles, calamitosas y riesgosas somos tan pesimistas y negativos? ¿Por qué criticamos tan duramente a quien –de alguna manera– sea en lo político, lo deportivo, lo artístico, etc., se distingue, actúa con honestidad y acierto o alcanza prestigio, aprecio y apoyo?
Es algo muy natural y corriente el que los humanos tengamos opiniones, gustos o ideas distintas a las de nuestros semejantes. Pero ¿No es lo adecuado el dirigirse –personalmente, por carta, email, teléfono, etc.– amable o respetuosamente al otro, con quien se tienen discrepancias, para expresar éstas, conocer sus razones o identificar sus errores y, en esa relación dialogal, informarse bien, tratar de convencer o dejar ser convencido, o en caso de imposible acuerdo? ¿Cómo no respetar al otro en su dignidad de persona a la que, igual que a todos, nos ha elevado El Señor? ¿Por qué cerrarse en creer que uno tiene la razón y el otro no? ¿Será que no existen, con mayoritaria presencia, situaciones intermedias según las cuales cada uno tiene parte de la razón y, no pocas veces ninguno de los dos (o más) la tiene?.
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